«La Revolución es lo que es, porque lo que se dijo se hizo»

Comandante José Ramón Machado Ventura, Héroe del Trabajo de la República de Cuba
Fidel, Raúl y Machado Ventura
Fidel, Raúl y Machado Ventura

Entrevista a José Ramón Machado Ventura (Parte II)
Inconforme y rebelde, el joven médico José Ramón Machado Ventura subió a la Sierra Maestra. En las montañas, demostró sus cualidades como organizador al frente de los servicios médicos, y encontró en Raúl a un hermano y a un maestro. Como la Revolución misma, sus ideas y convicciones fueron madurando: de su radical antimperialismo y del contacto con el campesinado cubano, nació su militancia comunista

«Trabajar, trabajar y trabajar, ese fue el consejo de Fidel»

Comandante José Ramón Machado Ventura, Héroe del Trabajo de la República de Cuba
Comandante José Ramón Machado Ventura, Héroe del Trabajo de la República de Cuba

Audio: Oscar Ignacio Ruano Chávez
Sobreviven las ideas independentistas de Céspedes en Santiago de Cuba

–Cuénteme de sus inicios revolucionarios. ¿Cómo y cuándo se hizo comunista?

–Yo me integré al Movimiento 26 de Julio cuando supe del asalto al Moncada, y pude leer La historia me absolverá. Pero ya desde antes estaba convencido de que la solución era la vía armada, que después del golpe de Estado tendría que producirse un cambio radical, total, tanto en lo social como en lo económico y que había que erradicar para siempre la politiquería.

«Yo estaba en cuarto año de Medicina cuando se produce el golpe y al otro día tenía un examen de Obstetricia y Ginecología, que se suspendió. Estaba esa noche estudiando en 3ra. y 2, cerca del hotel nuevo que han hecho en 1ra. y Paseo, en un tercer piso, con un compañero. Estudiábamos hasta tarde, y como a las tres de la mañana sentí unas corneticas, al principio creí que era el sueño, porque estaba medio dormido… Frente al edificio estaba el cuartel del Cuerpo de Ingenieros, con al menos una compañía de soldados, y desde arriba empezamos a ver cómo los soldados se subían a los camiones. Bajé, me acerqué a la puerta del cuartel y le pregunté al que estaba de guardia –porque a mí me conocían, yo iba mucho por ahí– ¿qué está pasando? “Sigue, sigue, apártate”, me respondió. En ese momento salía un camión cargado de soldados. Pero seguí averiguando, hasta que me enteré.

«Fui para mi casa. Yo vivía en Buena Vista. Cuando llego, la vieja me dice: “¡otra vez ese hombre!”, porque la vieja sí lo sabía todo, aquel era un barrio de soldados y de guardias, y enseguida se supo todo, estaba al lado de Columbia, yo vivía a tres cuadras del campo de aviación, “¡este hombre otra vez!”, dijo la vieja, porque en mi casa siempre fueron antibatistianos. Y recuerdo que le respondí: “mira, yo me alegro, porque ahora esto sí se va a resolver de verdad”. No le dije que con una revolución, pero le dije: “esto se va a resolver con una guerra. Para que este país se arregle tiene que haber una guerra”. Cuando se produjo el Moncada, confirmé que ese era el camino. Hasta entonces no pertenecía a ninguna organización, pero participaba en todas las actividades que se hacían en la Universidad. Iba a todas las manifestaciones.

«Cuando la muerte del estudiante Rubén Batista Rubio, que fue al primero que mataron en una manifestación, la feu orientó ir a los cines para exigirle al proyeccionista –sin armas, a pecho– que interrumpiera la película y colocara una foto fija que mostraba el llamado a asistir al entierro, que era al día siguiente.

«En un cine ubicado en la calle Reina, al que fui con mi hermano y otro compañero en su camioneta, el hombre que operaba el proyector nos explica: “eso que ustedes traen no se ajusta al equipo”. Era verdad, en aquel aparato no funcionaba la foto fija que traíamos. Entonces le digo a mi hermano: “quédate en la puerta para que vigiles y cuando yo llegue al escenario, le dices al proyeccionista que pare la película y encienda las luces”. El tipo, asustado, así lo hizo, aunque la gente, por lo general, cooperaba con la feu. Efectivamente, fui para allá, me encaramé por un costado y el hombre paró la película. Se encendieron las luces y aparecí yo en el escenario. Oye, había hasta guardias viendo la película. Entonces leí el llamamiento: “la feu convoca…”, acabé de leer y me fui. Los guardias se quedaron confundidos, no reaccionaron de inmediato, pero cuando ya voy saliendo, veo a dos que salen. Yo le había dicho a Eddy, el de la camioneta, que arrancara en cuanto me viera. Él arrancó y le caí atrás; me subí a la camioneta en movimiento. Ya mi hermano había montado, y no nos alcanzaron, ni pudieron cogerle la chapa.

«Mi papá tenía actividad en la política. Era tenedor de libros, vivía de eso y era una especie de procurador, no tenía ningún título, pero había recibido cierta ayuda después de terminar el 6to. grado de parte de un pariente que le puso maestros. Tenía alguna cultura, estudiaba, y le hacía papeles a la gente para los juicios, para la audiencia de Santa Clara, y reclamos, pero cuando llegaba la época de la política siempre fue en contra de Batista. Siempre en mi casa se habló mal de Batista. Y mi padre nos contaba que los americanos no habían dejado entrar a Calixto García en Santiago de Cuba. “Los americanos son los que mandan en este país”, repetía. Él no era comunista, pero se daba cuenta de todo eso, y nos lo repetía: “los americanos siempre han querido apoderarse de Cuba”. De ahí surgió mi antimperialismo.

«Después de aquel día en que le dije a mi madre que había que cambiar las cosas por medio de una guerra, lo materialicé con mi incorporación a toda la actividad revolucionaria que me fue posible: en el Hospital Calixto García, en la feu, en las manifestaciones, hice algunos sabotajes por cuenta propia, nunca lo dije, ni nadie me mandó tampoco, hasta que busqué la forma de irme para la Sierra por mis medios. A mí no me llamaron. En aquellos momentos se limitaba la incorporación de nuevos combatientes, porque escaseaban la comida y las armas, y yo no llevaba ninguna. Pero me busqué la conexión aquí, porque tenía una cosa en contra: yo conocía a Faustino Pérez, de la clínica, y a Sergio del Valle, porque trabajamos juntos en una que se encontraba por Ampliación del Almendares, pero mi hermano se había vinculado al 26 de Julio y estaba con Faustino.

«Yo conocía más a Faustino que mi hermano, pero lo conocía de médico; mi hermano lo conocía de la clandestinidad. Y mi hermano lo que hacía era aislarme, yo le decía que me buscara un contacto y él no me daba entrada, como hermano mayor quería protegerme. Entonces me fui por mis medios. En mi casa no se enteró nadie. Lo supieron cuando llegué a la Sierra. No se lo dije a nadie. El único que lo supo fue Taín, un cirujano cardiovascular que estuvo trabajando hasta hace poco, era entonces alumno, y no me quedó más remedio que decírselo, porque yo había operado a una mujer el día anterior en la clínica y le pedí que se hiciera cargo en caso de que surgiera alguna complicación, “no digas nada, pero si es necesario le avisas al médico (que era el jefe de la clínica), le dices que yo desaparecí, si surge algo, si no, no le digas nada”.

«Lo demás lo resolví por otras vías. Al que le dejé el carro, en la Terminal de Ómnibus de Boyeros, le dije: “llévate el carro, espera dos o tres días y llama a mi hermano para que lo recoja”. ¿Y sabes lo que me pasó? Que estando en la guagua aparece mi hermano en la Terminal, él no sabía nada. Lo veo pasar. “¡Ave María!”, digo y me agacho. Pero no me vio. Después le conté, cuando regresé.

«Bueno, uno tiene que caer en esos cuentos personales que no forman parte de la historia…».

–Pero la enriquecen…

–Entonces busqué todas las formas de irme para la Sierra. En la Sierra la sanidad militar no podía existir porque la guerrilla era nómada, hubo intentos de asentarnos en un campamento, pero no duró mucho, porque Sánchez Mosquera entró. Fue cuando hirieron al Che. Eso fue en el Hueco del Hombrito. Ya había un hospitalito que habíamos empezado a hacer y Sergio del Valle hizo otro en La Pata de la Mesa. Pero aquello no duraba porque no había estabilidad para mantenerlo y era difícil establecer una organización. Martínez Páez estaba en una parte, atendía lo que podía, Sergio en otra y yo en otra, pero no existía una estructura, eso fue después, cuando se creó el hospital de La Plata, y llegaron más médicos. Después de la huelga del 9 de abril se incorporaron muchos médicos, en la Sierra hubo como ocho o diez médicos. Yo llegué a tener 19 en el II Frente.

«En el II Frente la cosa era distinta: pude tener más recursos, creé todo un sistema, logré una organización. Llegué a tener como 13 o 14 hospitales, hubo algunos que tuve que mover de un lugar a otro, estuvieron dos meses aquí, tres meses allá y al final de la guerra los tuve que situar más cerca de los escenarios de combate, porque algunos estaban muy lejos, en la medida en que avanzábamos y se consolidaba el Frente. Ahí sí hubo una organización. Teníamos enfermeras, laboratorios, plantas eléctricas. Había campesinos de cierta posición económica que tenían plantas eléctricas en sus casas y nosotros las usábamos para operar».

–¿Hacían operaciones?

Cuba: «trabajar con todo rigor y exigencia»

–De todo tipo. Desde luego, en condiciones de campaña…

Comandante José Ramón Machado Ventura, Héroe del Trabajo de la República de Cuba
Comandante José Ramón Machado Ventura, Héroe del Trabajo de la República de Cuba

–¿Atendían a los campesinos?

–Más que a los rebeldes. Después de los combates, siempre había cuatro o cinco heridos. Pero lo cotidiano era la población campesina, muchachos, mujeres de parto… El trabajo era en realidad con los campesinos. Los campesinos decían: «cuando la guerra se acabe ustedes se van…», y yo les repetía: ustedes verán que no. Y chico, me di el gusto de que en todos esos lugares se hicieran hospitales. Cuando fui Ministro de Salud Pública me preocupé por que todo aquello que se prometió se cumpliera. Por eso la Revolución es lo que es, porque la gente vio que se cumplieron las cosas, que lo que se dijo se hizo. Pero toda aquella gente, pensando como se pensaba en aquella época, creía que cuando nos fuéramos, las cosas serían otra vez como antes. Casi que querían que la guerra siguiera, que aquello no se acabara nunca.

«En la formación de mi pensamiento fueron decisivos mis padres. Mi padre siempre me explicaba lo de los yanquis, lo que Martí escribió de ellos, su frase clásica, porque en la escuela no lo enseñaban. Después en el Instituto, siendo un poco mayor, veía las diferencias sociales. Yo no podía ser comunista, porque no tenía todavía suficiente desarrollo. Por otro lado, ser comunista en aquella época era una heroicidad, con la propaganda anticomunista que había montado el imperialismo.

«Pero en mi casa nunca fueron anticomunistas. Como eran antimperialistas, nunca hubo un enfrentamiento con los comunistas. Es más, en los tiempos en que mi padre hacía política (él era del Partido Auténtico), los comunistas, que habían adoptado la consigna de crear frentes amplios contra el fascismo, autorizaron a sus militantes a pactar a nivel de municipio con los partidos que quisieran. Y los comunistas de Vueltas, mi pueblo, lo hicieron con los auténticos que estaban en la oposición, y entonces mi padre –que era de origen humilde– tuvo mucho contacto con ellos.

«El que dirigió la campaña en el pueblo en representación de los comunistas fue un hermano de Jesús Menéndez que se llamaba Bartolomé. Y ese hombre era amigo de nosotros. No teníamos prejuicios, pero no éramos comunistas. Muchas veces cuando discutía en las salas del hospital Calixto García con algunos hijos de gente rica, enseguida me decían: “tú eres comunista”. “No, no. Yo soy antimperialista”.

«Pero mi vida como médico me llevó a ver muchas injusticias. Quizá a otros no le importaba, a mí me afectaba. Yo nunca le cobré al paciente, siempre trabajé en clínicas y me pagaban un salario. Es que no encontraba cómo cobrarle a un paciente. Yo fui al Central Elia (hoy se llama Colombia) a trabajar como médico en una clínica y el dueño propuso hacerme accionista: “No. Usted me paga un salario y ya”. A mí me dolía ver a un guajiro sacar los dos pesitos estrujados de su bolsillo, que era lo que costaba la consulta. Yo eso no lo podía hacer. El dueño sí cobraba, pero yo vivía de mi salario. Estuve en el Central Elia cuatro meses, porque me di cuenta de que aquel hombre me estaba explotando. Yo no le cobraba al enfermo y él me echaba todos los casos encima. No me gustaba el ambiente. Cuando terminabas la carrera, si eras hijo de un doctor famoso tenías empleo, de lo contrario tenías que pasar dos o tres años trabajando de gratis, en alguna clínica, haciendo las guardias, para cuando alguno de los fijos se fuera.

«Cuando salí para la Sierra trabajaba en una clínica que estaba en F y 25, en un edificio donde ahora está la Fiscalía. Hay quien cree que yo era accionista; pero no, era un simple empleado. Fíjate, la vida se burló de mí: yo criticaba a los médicos que se ocupaban de actividades administrativas, porque veía a los dueños al tanto del arreglo del elevador o de la cocina, preocupados por el abastecimiento de la clínica y me parecía insólito que un médico se ocupara de esas cosas, y oye, cuando me tocó ser ministro de Salud Pública ¡tenía que meterme en todo!, velar por los ladrillos, por las sábanas, por todo lo que yo tanto rechacé.

«La vida me fue llevando. En el Ejército Rebelde conversaba con mis compañeros de armas, había comunistas, trabajadores, campesinos, y yo tenía un poco más de cultura y los interrogaba, “de dónde tú eres, qué haces”, y venían las historias: “se me murieron cuatro

hermanos”, “mi papá murió de tal cosa”. Uno se daba cuenta de la vida aquella, además la veía. Estábamos en lo más intrincado de la Sierra Maestra. Y yo me preguntaba, ¿cómo resuelve esto la Revolución?, ¿cómo sacamos a esta gente de la pobreza? Todo eso me fue moldeando en un pensamiento comunista, pero aún así, si me decían, oye, ¿quieres afiliarte al Partido Comunista? Respondía: “no, no me metas en eso”. Pero vi la pobreza en el campo.

«Al triunfo de la Revolución, la lucha ideológica se hizo más intensa y empezó la presión anticomunista, y ahí me tuve que decidir: ya yo no podía seguir como estaba, era o no era. Mis sentimientos estaban del lado de acá, los comunistas podían haber tenido algunos problemas, los hombres, no la doctrina, la doctrina no era responsable de sus errores, y, además, Raúl fue también decisivo, porque yo le consultaba algunas cosas, ¿y esto a qué se debe?, “esto es por esto y por esto”, me decía; le hacía muchas preguntas, y sin ningún tipo de presión me explicaba. Yo veía lo que Raúl hacía y cómo lo hacía, y de verdad influyó en mí, no porque impusiera su pensamiento. Cuando el ataque a Playa Girón se proclamó el carácter socialista de la Revolución, pero para entonces, yo ya era comunista, estaba plenamente identificado».

–Hábleme de Raúl.

–Nosotros hemos tenido siempre mucha relación, desde los primeros días en que nos encontramos allá en la Sierra y después en el II Frente, porque él también se interesaba, preguntaba por la vida de uno. Yo no creo que Raúl haya sido el que pidió que me integraran a la columna del II Frente, yo creo que me seleccionaron porque era el más joven. Martínez Páez era un hombre ya mayor, tenía cincuenta y tantos años, Sergio tenía un problema en un pie que limitaba su apoyo, creo que de nacimiento. No se notaba mucho. Y fíjate, después hizo la invasión. Y parece que pensaron en mí porque era más joven y caminaba con agilidad…

–Sigue caminando igual…

–Por eso… Es que eso yo lo tengo de chiquito… el caminar rápido. Y parece que se dieron cuenta también. El que integró la columna fue Fidel. No creo que haya sido Raúl el que me pidió, pero con él tuve una relación de mucha confianza. Primero estaba solo como médico, el jefe mío era yo, pero después, cuando empezaron a llegar más médicos y organicé el primer hospitalito, me designó como jefe de los servicios médicos. Raúl me apoyó extraordinariamente. Siempre la gente habla de mí cuando se refiere a la organización de los servicios médicos, pero yo insisto en mencionar a Raúl, porque él comprendió que era necesario centralizar las decisiones y me dio el mando. Y después del combate del Central Soledad (hoy Salvador), me ascendió a capitán.

«La salud pública tiene que ser centralizada, porque si alguien que entraba por uno de los frentes traía medicinas, el jefe quería quedarse con ellas. Pero si entraban aspirinas, yo era quien las distribuía. ¿Por qué las repartía yo? Porque yo sabía dónde había más necesidad. Yo lo recorría y lo sabía todo: iba desde Baracoa hasta la entrada de Santiago de Cuba. Y por el norte igual: desde Sagua de Tánamo hasta la entrada de Guantánamo. Todo eso lo “caminaba”: a pie, en yipi y a caballo. De las tres formas lo “caminaba”. Por eso sabía dónde ubicar mejor los recursos, lo cual me creaba contradicciones con los jefes de columnas que pretendían quedarse con ellos. No obstante, siempre fueron comprensivos y apoyaron mis decisiones.

«Lo mismo hacía con el personal sanitario que se incorporaba al Frente. Por eso se pudo organizar el servicio médico, si no cada cual hubiera agarrado lo suyo, y entonces unos tendrían mucho y otros por allá no tendrían nada. A unos le sobrarían las medicinas y otros no tendrían ninguna. Raúl siempre me apoyó. Tenía una mente avanzada para la organización, se dio cuenta de que aquello había que organizarlo y tuvo confianza en mí.

«Siempre hemos estado muy vinculados. Hablar de Raúl es hablar de un hermano. Siempre hemos tenido la suficiente confianza para contarnos los problemas, para criticarnos, para lo que sea. Raúl es un año más joven que yo. En junio es que él cumplió 90 años. Nosotros siempre jaraneamos, la gente ve que en las reuniones me “tira”, bromea conmigo… Raúl fue para mí un verdadero maestro, al margen de la amistad y de la confianza mutua que mantenemos».

Autor: Enrique Ubieta Gómez | internet@granma.cu

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