Por: Mario Ernesto Almeida Bacallao |
Pedro Pablo Chaviano
Sus gritos se nos presentaron tan cargados de amor, que la seguimos sin preguntar dos veces, más allá de Cañizo, adonde fuera / internet@granma.cu

Y te da la noche que ha sido suya por tantos atardeceres. Foto: Pedro Pablo Chaviano
Santa Isabel, Guamá, Santiago de Cuba. –Milayda nos había reencontrado dando tumbos en la localidad de Cañizo, donde el huracán Melissa desbordó el río, donde el río se metió en las casas, y donde el mar llenó de piedras la carretera y el interior de las viviendas que estaban entre la calle y la playa.
Nos habíamos conocido unos kilómetros más hacia el este, cuando el carro en el que viajábamos, correspondiente a un equipo del Sistema Informativo de la Televisión Cubana, la rescató del sol, a ella y a Héctor, luego de más de cuatro horas esperando algo que los adelantase.
Ahora estábamos en el camino arenoso que le da forma a Cañizo, arenoso del ciclón para acá, porque la arena antes no estaba, y hoy apenas resulta recordatorio –uno de los más nobles– de que el río se le fue a Cañizo de las manos.
Estábamos caminando sin rumbo, como camina la gente que no sabe dónde está parada, con ojos entre lo ansioso y lo inseguro, como los tiene la gente que está pidiendo ayuda.
Y Milayda vio eso, y lo vio Héctor, y nos dijeron: «vamos». Primero nos llevaron a la casa de una sobrina, una casa montada en los contornos de una piedra enorme. Luego a la de una tía, más abajo. Después habló con la Presidenta del Consejo Popular y con algún que otro delegado.
Cuando más de una persona le dijo que si iba a meterse en la candela de andar con dos periodistas, Milayda empezó a dar gritos por todo el caserío.
–¡Me los llevo entonces pa’ mi casa! ¡Y a Cañizo no regresan más! Lo ponen en el periódico –seguía gritando como loca–, que en Cañizo les cogieron miedo, y que yo me los tuve que llevar para Santa Isabel.
Entonces fue un kilómetro de caminata al borde de la carretera, un kilómetro en que Milayda seguía diciendo, palabras más, palabras menos, lo mismo, y en el que nosotros la tratábamos de convencer de que no odiase de por vida a los de Cañizo y de que ser periodista tampoco era algo especial.
Pero Milayda no hizo caso, y mandó a Héctor a adelantarse para comprar sazones y aceite, y a todo el que veía le gritaba lo mismo, indignada:
–¡Me los llevo pa’ mi casa, porque en Cañizo no los quisieron! Yo no les voy a hacer ningún cuento. Ellos solos van a ver y a sacar sus conclusiones. ¡Que vean, que vean!
Habíamos salido esa tarde de Santiago de Cuba sin idea exacta de adónde íbamos. Solo teníamos en la cabeza quedarnos por dos noches en cualquier parte de Guamá, por donde Melissa entró a Cuba.
En Cañizo en realidad sí nos dijeron de tirar la casa de campaña en la bodega, que había perdido el techo y mantenía las paredes. Nos pareció maravilloso, pero a Milayda no… y empezó a gritar.
Sus gritos se nos presentaron tan cargados de amor, que la seguimos sin preguntar dos veces, más allá de Cañizo, adonde fuera…, no por la mayor comodidad que tampoco prometía, sino para saber quién era aquella mujer, mermada de cuerpo a sus 55 años, y exaltada en espíritu.
En la cara se le vio una energía descomunal, implacable, de esas a las que se les admira o se les teme… o las dos cosas.

Mujer de cafetal y limones, de enseñar a los hijos cómo se agarra el machete… Foto: Pedro Pablo Chaviano
Era el rostro de la mujer de Oriente, que brinda lo que tiene y lo que no, antes de hacer cualquier pregunta; que te lleva para su casa a media loma y, entre los mosquitos del atardecer, te trae unos cocos que rescató de la finca a los pocos días de que se acabara el mundo, y café, y unas chancletas para que descansen los dedos.
Era el rostro de la mujer de Oriente, que lleva entre las arrugas todos los estereotipos buenos que llegan a la cabeza cuando se dice Cuba; o quizá lo que se entiende por Cuba, que pone a pensar y saca hasta tres lágrimas, nació del rostro de ellas.
No es mujer Milayda de barrer portales y lavar la ropa, es mujer de cafetal y limones, de enseñar a los hijos cómo se agarra el machete, cómo se le va de frente al demonio y cómo se da un beso.
Mujer que guarda orgullosa y digna, entre las páginas de un cuaderno de matemáticas, las fotos de la infancia de esos mismos hijos, que son las fotos, en gran parte, de la vida de ella.
Mujer de trancar la macha en la cocina con piso de tierra, para que no se le vaya a Caletón 2 y se le pierda el rastro y el cuerpo que lo deja.
Mujer de no aceptar la casa bonita en el pueblo después del Sandy, porque en el pueblo es un problema cuando el gallo brinca de casa y «porque a mí me gusta mi loma, con mi libertad y mis animales, y cuando otro ciclón me tumbe la casa la levanto de nuevo, porque el ciclón soy yo. Es más, al próximo que venga, me le ponen Milayda, o pónganle como quieran, si al final, ciclón no come ciclón».
Mujer de fajarse para que el médico de familia suba la loma a ver a Rey y Reina, que ya están viejos y que bastante trabajaron; y se faja también para que la Seguridad Social les dé una ayuda, porque tendrán cinco hijos y todo eso, pero no viven con ellos, y les hace falta, dice Milayda, mucho más que a unas cuantas gentes a las que ya les ha tocado, y porque los benditos viejos no se quieren ir a morir para la casa de nadie, y porque los benditos viejos no se quieren morir.
Mujer de ir subiendo el trillo y de gritar, siempre frente a la misma casa, el nombre de Ñaña, para que una vejiga de cuatro años asome la cabeza y grite de vuelta: «¡Noooo, pala ti no hay comida…!».
–¡Ñañaaaaa! –sigue gritando cada vez que pasa, como un desahogo urgente de ternura–. ¡Ñañaaaaa!
Mujer de las que no les gusta que les estén diciendo gracias por cualquier cosa. Y te da su arroz, y su taburete, y su techo, y el pescado que sacó del agua su hermano, y la sopa con las patas del animal, que se ahumaron sobre el fogón de leña, y su agua, y su luna, y su viento de montaña que seca más que el sol.
No hace nada de eso como si fuera algo especial. Simplemente está viviendo. Y responde que «no me den más las gracias, que ustedes vinieron a trabajar. Y aquí lo que hay que hacer es ayudarse».
Y uno la escucha y piensa en el escritor danés Peter Freuchen, en su Libro de los esquimales, cuando recordaba una de sus vivencias en los parajes del Polo Norte, específicamente al volver sin nada en las manos, tras pasar todo el día intentando obtener una presa.
Un cazador, con mejor suerte –y habilidades–, le brindó unos kilos de morsa, a lo que el extranjero respondió con la palabra «gracias». En lugar del «por nada», llegó una suerte de indignación.
«“¡En nuestro país somos humanos!”, dijo el cazador. “Y como somos humanos nos ayudamos. No nos gusta que nos den las gracias por eso. Lo que hoy consigo yo puede que mañana lo obtengas tú. Por aquí decimos que con los regalos se hacen esclavos, y con los látigos, perros”».
Años después, el antropólogo David Graeber explicaría que esta última frase caracteriza no a quienes se consideran humanos por poder hacer determinadas cuentas, sino a quienes saben que ser verdaderamente humano implica negarse a hacer esos cálculos.
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