Por: Madeleine Sautié
Los Comités de Defensa de la Revolución, fundados por Fidel para que Cuba entera resguardara desde la comunidad las conquistas que el triunfo de enero iba alcanzando, conformaron la que hoy sigue siendo la mayor de las organizaciones de masa del país
Entre los cubanos del siglo XXI, hay una generación marcada especialmente por haber crecido en un entorno próspero para la espiritualidad colectiva. En él, una cuadra fue toda una familia y como tal se dispuso a formar a sus hijos a la altura de esos seres que, rehaciéndose cada día, sacan afuera lo mejor de sí.
Entre ellos me cuento, sin olvidar jamás lo que bajo el cielo de mi pedacito de patria recibí, avivando afuera esas luces que dentro del hogar procuran para nosotros los que nos trajeron al mundo.
Fue el CDR número 11 Fe del Valle el espacio en que los niños de allí nos abrimos a la vida comunitaria, incluso antes de que la escuela, absolutamente para todos, nos esperara con las puertas abiertas. Sentir el gesto en pos del bienestar era bien advertido con solo transitar las aceras, y percibir el saludo cálido, la decencia y la cercanía del vecindario.
Era común asistir, cuando hacerla fuera necesario, a una reunión del Comité, a la que nadie faltaba, porque quien lo hiciera podría desconocer cualquier asunto que con seguridad lo impactaría, porque todo lo que sucedía afuera de las paredes propias era de la incumbencia de todos. Junto a cualquier orientación de la Revolución, podía estar también la celebración de una efeméride –modo de dignificar a los grandes o a las gestas heroicas–, la organización de un trabajo voluntario, que era mucho más que un espacio para trabajar, o la planificación de una fiesta con «asiento» para todos.
Si la yerba había crecido en los canteros, y ya desentonaba con la belleza de aquella calle humilde pero amada, había que salir a dar machete. También, si un ciclón dejaba al irse algún desorden, a la cuadra no había siquiera que convocarla. Al otro día más escobas que ramas animaban la amanecida.
Los trabajos voluntarios sucedían los domingos y no había un niño que se quedara en casa. Siempre había forma de cooperar y para ellos, solían organizarse al final de la jornada algunas sorpresas. Tras las carreras en sacos, que alguien guardaba muy bien para que no faltaran otro día; o las competencias de carrera; los juegos de mesa que algún portal anfitrión acogía, había también un cake que endulzaba la mañana. Para cerrar, se sorteaban o regalaban libros, con dedicatorias firmadas por el CDR. En algunos hogares se guardan aún muchos de ellos.
En mi CDR aprendí a amar la naturaleza y a ahorrar la electricidad. Miembro yo de la Patrulla Jardín, entregábamos semillitas por las casas, y a veces las regábamos nosotros mismos. Tras esa iniciativa, pronto llenamos de lluvias de oro –así se llamaban unas de las flores que plantamos– los frentes de las casas. Los niños de la Patrulla Clic tenían otra misión que cumplían al pie de la letra, pasar a las ocho de la noche por los hogares y preguntar si ya habían revisado si tenían luces encendidas sin razón, para que fueran apagadas inmediatamente.
La casa mayor fue también recinto para que, en una tribuna construida en un pequeño espacio por los propios vecinos, actuaran los niños en las actividades culturales. Fue allí donde la niña con problemas de dicción pudo, tras muchas horas de empeño, dirigirse a los otros y sentir que ella también podía. Fue allí donde aprendimos a ser solidarios, haciendo las veces de Pilar o de Bebé, fue allí donde algunos de nuestros más honrosos himnos agitaron nuestra sangre para siempre.
Con orgullo viven en mí tan bellas memorias, sin duda también las de muchos de mis coetáneos, sucedidas en un tiempo lejano que cuajó con un momento especial de la Revolución Cubana, la de sus primeros años.
Los Comités de Defensa de la Revolución, fundados por Fidel para que Cuba entera resguardara desde la comunidad las conquistas que el triunfo de enero iba alcanzando, conformaron la que hoy sigue siendo la mayor de las organizaciones de masa del país, y si bien en muchos sitios gozan de buena salud y conservan sus fortalezas, también vale decir que no en todos nuestros espacios la organización brilla con luz propia.
Mucho de lo que hoy necesita la Revolución de sus hijos puede y es preciso hacerse desde el barrio. Si en otros tiempos los cederistas fueron protagonistas en las campañas de vacunación, en la recogida de materia prima, en el combate contra vectores, en la promoción de las donaciones de sangre, entre muchas otras acciones de humanísima factura, hoy lo que desde esas plazas se hace –o no se hace– precisa de creativas acciones.
Frente a viejos enemigos se imponen nuevas batallas. No es poco lo que desde la comunidad puede realizarse en pos de fortalecer la unidad de los cubanos, blanco al que hoy siguen apuntando los que creen posible la desarticulación entre nosotros.
A muchos regocijos pueden contribuir actualmente nuestros CDR, desde la convivencia cordial –donde caben los buenos tratos, el respeto a cada una de las personas, el ofrecimiento oportuno, la moderación de la música– hasta la permanente educación de los valores, apreciada en tiempos de pandemia, por ejemplo, con el aplauso colectivo que retribuye a nuestros médicos y personal de Salud, nuestro agradecimiento, condición sin la que no es posible la entereza del espíritu.
Se sabe que los hay que se repliegan y optan por el desánimo, cuando otros, que son más, procuran hacer. Si pensar como país es unir en un sentimiento colectivo todo lo grandioso de que seamos capaces, pensar Cuba y continuar alzándola no es posible, sin el concurso imperioso de cada uno de nosotros, los de aquella generación y la de nuestros retoños, que al final del día, o del camino, regresamos a nuestras casas, allí, junto al CDR.