Por: José LLamos Camejo
GUANTÁNAMO. –«Quédate, papá, no te vayas».
El verbo censurado por la garganta; las pupilas nubladas por el dolor. El padre no respondió, no miró. Dirigirle una mirada o una palabra habría sido cruel para la inocencia que indagaba sin quitarle los ojos de encima: «papá, ¿pa´, dónde te llevan?, ¿y cuándo tú viene’?».
Los ojos del joven buscaron los de Katy, su esposa, que eran dos focos de incertidumbre. No pudo hablarle.
«Me di cuenta de su temor por el niño y por mí –cuenta la joven–; quise darle ánimo, pero no pude; yo también me sentí derrumbada».
Una cadena de sucesos, a pruebas de test rápido y PCR, los llevarían, primero a él, y días después a su pareja y al niño, al hospital militar Joaquín Castillo Duany, de Santiago de Cuba.
Un padre de 32 años, una madre de 27, un vástago en flor (seis años); una familia en peligro, que la medicina cubana intentaba salvar, mientras el SARS-COV-2 hacía lo suyo por llevársela; la vida versus la muerte.
Pero ellos –temor aparte– ignoraban el viacrucis cuando él iniciaba el trayecto de su hogar al vehículo que lo esperaba enfrente, para llevarlo hasta el centro de sospechosos; instante en que la misma voz le repitió el latigazo: «papá, quédate un ratico; quiero ‘jugal’ contigo».
«Cuídalo mucho, mi amor, y cuídate tú». No pudo decir nada más.
Ya en la calle, sobrevino el reproche; el más inocente, el más tierno entrañable reproche que alguna vez él haya escuchado le llegó entre sollozos desde el pórtico de su hogar: «pa, papá; no me diste el beso, y te va’».
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«Días más angustiosos no hemos vivido», confiesa Katy. «La incertidumbre de qué iba a pasar con nosotros y nuestro hijo; la posibilidad de que personas con las que convivimos estuvieran contagiados también; Abrahancito clamaba por su papá (aislado de ellos), preguntaba cuándo íbamos a regresar a casa, daba tánganas, porque extrañaba a la abuela Gladys, a Yasmín, al tío Ángel».
«También los medicamentos, que producen reacciones molestas. Y lo peor, las pesadillas. Resistimos gracias al personal médico, que nos daba tanto cariño, tantas atenciones; a cada momento pendientes de si necesitábamos algo; en fin, como si fueran familia nuestra. ¡Eso nos ayudó tanto!».
MESES DESPUÉS
«Mi niño no es el mismo –lamenta Katy–; se desconcentra fácil; no duerme bien y siempre está como ausente. El sicólogo y otros especialistas lo atienden. También al padre y a mí los médicos nos dan seguimiento; pero tengo miedo por Abrahancito; cada vez que lo veo así, distraído, me asusto».
Ella cree que existe algún nexo entre los cambios que observa en el niño y aquel «¡mátalo!», conque rompió el silencio de tantas noches y madrugadas en el santiaguero Castillo Duany. Entones Katy saltaba y lo descubría sobre la cama, mirando hacia el techo, cual avecilla espantada: «mátalo, míralo ahí» –señalando con el dedo.
–¿A quién me pides que mate, Abraham?
–A ese bicho.
–Pero ¿cuál bicho, no lo veo?
–El «mulciélago», míralo en el techo, yo le tengo miedo.
–Son ideas tuyas, mi niño, en el techo no hay murciélago ni nada.
–Que síii; ‘tá ahí, míralo, yo sí lo veo.
«Cada vez que eso ocurría amanecíamos despiertos los dos –refiere la madre–, los médicos le dieron tratamiento y fue mejorando poco a poco, hasta que dejó de reaccionar así.
«Pero no es solo él. A veces yo me he sentido agotada y la pandemia es lo primero que me llega a la mente; a cada rato sueño que estamos en el hospital, ingresados con la COVID-19. Mi mamá dice que se me quitará con el tiempo; a ella le pasó igual cuando sufrió un accidente del tránsito. Después soñaba con accidentes, hasta que lo olvidó.
«Pero, le repito; a veces yo siento miedo con las cosas que veo y oigo, porque las están diciendo la gente que sabe, y tanta gente no puede estar equivocada.
«Hace poco, le preguntaron al doctor Durán (Francisco Durán García, director nacional de Epidemiología del Ministerio de Salud Pública) acerca de un estudio que hicieron científicos italianos, sobre los daños que deja el coronavirus en los pulmones y en el corazón. Él ni lo negó ni lo confirmó, porque muchas cosas de esa enfermedad aún se desconocen. Las personas ven y oyen hablar de ese peligro, y tal vez piensan que es para otros, no para ellas; ¿por qué?».
EL CORONAVIRUS NO SABE DE EDAD
«Todos los días se habla de enfermos asintomáticos», prosigue la joven. Su comentario trae a la memoria un artículo publicado en The Conversation, con la rúbrica de John Kinnear, director de la Escuela de Medicina de la Universidad Anglia Ruskin, Reino Unido.
«Cerca del 40-45 % de las personas infectadas con el SARS-COV-2 –dice John– es asintomática, con una carga viral tan alta como la de los enfermos activos. La ausencia de síntomas no implica la ausencia de daños; muchos en estado avanzado de la COVID-19 no tenían rasgos de la enfermedad hasta que colapsaron repentinamente y murieron» afirma Kinnear.
En el caso de Cuba, desde que llegó la pandemia a la Isla, hasta el pasado siete de agosto, según el doctor Durán, en el 56,1 % del total de los casos de contagiados el virus no se manifestaba al momento de hacer el diagnóstico; ojo: «un contagiado asintomático –dice Kinnear– es un propagador encubierto», aunque no lo sepa.
De los cubanos enfermos de SARS-COV-2, ¿cuántos lo contraerían de imprudente a imprudente, de confianza a confianza, de irresponsabilidad a irresponsabilidad, en actos de esa naturaleza que se ven por ahí, no son pocos, e ignoran lo que dice la ciencia? ¿A cuántos algún familiar o amigo se lo habrá llevado desde el indolente hasta el inocente en su propia casa?
«La COVID-19 mata; por Dios, acaben de darse cuenta –reclama Katy–; a quien la contrae lo tortura aun después de curada; se lo dice una que la sufrió junto a su hijo y su esposo, y todavía teme que la enfermedad les reserve algún daño futuro».
«Tenemos médicos excelentes, grandes científicos; pero son seres humanos, no magos. No podemos dejarlos solos. Para acabar con esta epidemia hay que ser disciplinados, precavidos. Nadie debe confiarse; el coronavirus no sabe de edad. Y yo veo mucha gente indisciplinada, entre ellos unos cuantos jóvenes», puntualiza.
«Jóvenes», dice Katy, y salta en mi memoria periodística una información cablegráfica de la agencia Reuters, fechada el 18 de agosto último en Madrid, en la cual señala que la Organización Mundial de la Salud expresó preocupación, porque la nueva propagación del coronavirus está impulsada por personas de 20, 30 y 40 años, muchas de ellas ignorantes de su infección, lo que supone un peligro.
La testimoniante se declara devota de Dios y del personal médico de su Isla, «y cuando veo de lo que son capaces la ciencia y la medicina cubanas recupero el aliento. Sé que del coronavirus aquí se han salvado miles que difícilmente hubieran hecho el cuento en otro lugar, y eso se debe a nuestros médicos y científicos».
Katy pidió que no revelara su nombre ni el de su esposo; solo el de Abraham, el pequeño que interrumpe la plática: «Dale papá, vamos a jugal». Él padre deja escapar una ligera sonrisa; la madre observa callada, y el visitante rastrea las miradas, los ojos de ambos. Parece que sueñan; parecen interrogantes.