Imagen web: Santiago Romero Chang
Cuando el 26 de julio de 1953 Fidel asaltó el cuartel Moncada, en Cuba no había apagones. No podía haberlos. La primera condición para que ocurran apagones es que las casas tengan electricidad, y en aquel entonces el 56 % de ellas se alumbraban con lámparas de luz brillante.
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Éramos un país oscuro, nadie me lo contó. Nací en una perdida sitiería de Taguasco, bajo una lámpara de keroseno, asistido por una partera, a 40 kilómetros del hospital más cercano. Mi familia era parte de aquel 60 % de cubanos que malvivía en bohíos de guano y yaguas, sin letrina sanitaria ni agua corriente; en aquellos campos donde las personas morían de enfermedades curables, y los niños eran literalmente devorados por los parásitos.
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En el año 1953 tampoco había colas en Cuba. Ni para la carne ni para el pan. Para que haya cola, tiene que haber muchas personas con suficiente dinero para comprar, y esos no eran alimentos que estuviesen al alcance de los magros bolsillos en los sitios donde nací. En ese propio año 1953, fue realizado un censo, y cuatro años más tarde, en 1957, la Agrupación Católica Universitaria recorrió 126 municipios durante cinco meses para hacer, por primera vez en Cuba, una estadística detallada de las condiciones de vida de los trabajadores agrícolas. Aún sobrecogen los datos mostrados por ambos estudios.
Ciertamente, para algunos quizá parezcan números fríos –y tal vez otros dirán que es ficción o propaganda–, pero no lo son para mí y mis parientes, que aún los cargamos en la memoria no en forma de datos, sino de duros testimonios.
Propaganda y ficción eran aquellas coloridas postales donde el campesino aparecía montado en un reluciente tractorcito Ferguson, mientras su mujer, de saya plisada y blusa de encajes, alimentaba las gallinas con generosos puñados de maíz que iba sacando del canasto graciosamente anclado en la cintura.
Porque entonces solo el 4 % de los entrevistados mencionaba la carne como alimento integrante de su ración habitual; el 3,4 % el pan, y menos del 1 % el pescado. Los huevos eran consumidos por el 2,1 % de los trabajadores agrícolas, y solo tomaba leche el 11,2 %. No es de extrañar entonces que la talla promedio del trabajador agrícola fuera de cinco pies y cuatro pulgadas, mientras se reportaba un 91 % de desnutrición.
El momento más cruel de mi infancia aún taladra mi recuerdo. Fue la vez que permanecí toda una semana con un terrible dolor de muelas, y mis padres no tenían los tres pesos que costaba la extracción. Ya la Revolución había triunfado, pero las transformaciones sociales no son cosa que ocurran de un día para otro, y aún estaban vigentes las viejas estructuras.
¿Por qué el Moncada? https://t.co/a7wibKlLC3 #PatriaOMuerte @LaCmkc @IndioMayari @Santiag03419459 @oshun1958 @Toar21640791 @Pasarn3 @aguilarpaloma1 @CmkcConcierto @Maripos96367045 @YeroChao @CamiloteGG @mambisa25 @raulalvaradolop @arevalo_eglis @SantiagoYo @tvchagocuba
— Compay Naguito (@CompayNague) July 26, 2021
En aquel estudio de 1957, se reportaba que un 14 % de los campesinos había padecido, o estaba padeciendo tuberculosis, mientras un 13 % enfermó de fiebre tifoidea. Justo en ese año, los que vivíamos en la zona de Taguasco perdimos a Jorge Ruiz Ramírez, el único médico que solía atender a los pobres sin cobrarles. Fue asesinado por los guardias de Batista, tras ser torturado salvajemente: su delito, curar a un joven revolucionario herido.
¿Por qué entonces el Moncada? Porque parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, ¡tanta era la afrenta!, según dijo Fidel en su alegato de defensa, conocido como La historia me absolverá. Pero Martí no estaba muerto; vivía en aquellos que fueron a enfrentar la fortaleza armados con el decoro de muchos hombres.
Autor: Antonio Rodríguez Salvador | internet@granma.cu
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